miércoles, 9 de febrero de 2011

EL ZAPATERO DE CHOACHÍ


Escrito por David Sanchez Juliao

Don Posidio, el mejor zapatero de la población de Choachí, en el Departamento de Cundinamarca, en Colombia, Suramérica, no tiene la obligación de saber quién es don Manuel De Falla, Jacqueline Du Pres, Zubin Mehta o Itzak Perlman; como tampoco tiene la obligación de saber a qué se refieren los comentaristas de la Radio Nacional de Colombia cuando hablan de Shostakovich o de Yehudi Menuhin; por eso, lo perdono. No al afamado violinista Yehudi Menuhin, aclaro, sino a don Posidio, el zapatero de Choachí. Pero, aún con perdones, se me hace imposible no referirme a cuanto a don Posidio sucedió con uno de esos nombres que, para ser bien escritos, deben ser consultados, menos en la biblioteca y más en la discoteca.
Don Posidio, además de las agujas, de los hilos encerados y de las leznas, era un apasionado de las aguas termales; no porque de un momento a otro hubiera caido en cuenta de que sus esencias y vapores eran benéficas para la salud de un zapatero, no. Sino porque desde antes de la sangrienta llegada de nuestros malos abuelos españoles, Choachí había contado con aquellas pozas naturales en las que los niños muiscas de todos los tiempos disfrutaban de las nostalgias y las saudades del mar ignoto.
Hace ya muchos años, el virtuoso violinista Yehudi Menuhin llegó a Bogotá con el objeto de interpretar, en el marco de la Sinfónica de Colombia, el Concierto para Violín y Orquesta de Ludwig Van Beethoven... ante la llamada inmensa minoría que compone el reducido público del Teatro Colón. Y el maestro Menuhin, aficionado a las prácticas de salud, fue informado de que a pocos kilómetros de Bogotá, en la población de Choachí, podría tomar un baño de reconfortantes aguas termales, antes del concierto de esa noche. El mundialmente reconocido virtuoso partió, pues, temprano en la mañana, hacia la agradable y misteriosa población. Pero ya en Choachí (apenas al bajar la falda opuesta a la cara bogotana de Monserrate), fue informado de que don Posidio Rueda, zapatero del pueblo, tocaba el violín. Y de algo más, dos puntos: que por muchos años, el hombre de leznas había sostenido que el violín que mantenía colgado de un clavo en la pared de su vetusta zapatería, junto a las hormas y los cueros, era un Stradivarius.
Conmovido, Menuhin pidió ser llevado a la zapatería una vez finalizara su baño termal. Y, en efecto, después de las toallas del secamiento y de la fresca vestida de la media tarde, fue conducido al lugar. Saludó a don Posidio con esa calma adquirida en los diálogos de violín y cítara hindú con Ravi Shankar y en los intercambios de razones y congojas con siete gurús de cinco ashrams; y ante la premura, pidió a don Posidio que le enseñara el Stradivarius. El ojo certero del maestro examinó el instrumento con pericia de relojero suizo, tactó sus maderas, ya en el tránsito hacia la pátina de un caoba desteñido, y, sosteniéndolo con la mano izquierda, acomodó la caja de resonancia entre el hombro y la barbilla.

Al gran Menuhin, maestro de maestros en el arte de tocar Stradivarius varios, le bastó con fabricar sólo una nota para saber que aquel violín no lo era, y que don Posidio mentía... y Choachí entero también. Entregó el instrumento al ilustre zapatero don Posidio, quien lo volvió a colgar del clavo centenario y se dispuso a continuar su labor de martilleo sobre una suela rebelde que había venido trabajando por semanas; suela que su ayudante empezaba a llamar La Inconclusa de Posidio.
Cuando Menuhin y su comitiva abandonaron el taller de don Posidio, los curiosos de Choachí preguntaron al zapatero:
---Don Posidio: ¿Y ese gringo sí sabe acaso tocar su Stradivarius?
Don Posidio, entonces, respondió sin levantar la vista de la suela inconclusa y sin suspender el martilleo:
--Tiene idea, muchachos, tiene idea.

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